Varias leyendas negras que eran parte de dominio popular entre los residentes de esa zona, y la cercanía con ‘El Presi’ ponían a pensar a cualquiera de que vivir ahí no era tal vez la mejor decisión.

Por: Gerónimo Miller/Hiptex

Estábamos en medio de una clase de la universidad, cuando intempestivamente un compañero salió del lugar por una llamada a su celular.  

En menos de un minuto regresó. Eran cerca de las 8:30 de la noche. Se veía incrédulo y extasiado, logrando interrumpir la cátedra del maestro que con mucha atención escuchábamos. 

-Me acaban de decir que atentaron contra Leyzaola y que al parecer está muerto. 

En el salón no se le prestó mucho interés a lo que dijo. Pero yo sentí lo peor. Realmente tuve miedo. Y no exagero al decirlo. 

Eran los últimos meses del 2009 y yo vivía en el mero epicentro de las narcoejecuciones y donde según residían varios de “La maña”, justo en el Guaycura. 

Ahí, los carros con vidrios polarizados y las pedas de fin de semana en las que corría la cocaína mientras la esnifaban oyendo corridos de Explosión Norteña, eran parte de un ritual que bien podría ejemplificar el concepto de “Habitus” de Pierre Bourdieu. 

Varias leyendas negras que eran parte de dominio popular entre los residentes de esa zona, y la cercanía con ‘El Presi’, ponían a pensar a cualquiera de que vivir ahí no era tal vez la mejor decisión. 

-Vives en la mera mata, cabrón, mejor ábrete de ahí- fue el consejo que algún día recibí por parte de un pollero y narco que había conocido hace años. 

Volviendo a esa noche, sabía que, si el Teniente Coronel realmente había sido ejecutado, tal y como se rumoreaba, ya nadie pararía la sangre que se soltaría por ese crimen.  

Para ese entonces, el general Aponte Polito ya se había retirado del Estado y Osuna Millán y sus súbditos como Rommel seguían tranquilos, con conferencias de prensa en las que no pasaba nada, o tal vez mucho. 

Sin ser las redes sociales lo que eran ahorita, y mucho menos cargar con un teléfono con crédito, busqué llegar lo más pronto que pude a mi casa, tras bajar de Otay a la 5 y 10 y de ahí batallar con calafieros vergueros que te cobraban 5 pesos extras nomás por sus huevos, con el pretexto de que ya era la última calafia que salía debajo del puente que está frente al Motel Tijuana. 

Y pobres de aquellos que la hicieran de pedo, porque a ir acompañados de tres o cuatro malandros, no había de otra. Era el poder que  ya tenían los chicos de Barreto. 

Pasadas las 10 de la noche, y tras bajarme en el Smart Final del Insurgentes, y no sin antes el hijo de puta del conductor creerse Ayrton Senna por la recta que está la lado del Parque Morelos, yo subía apresuradamente la ya a esa hora desolada rampa del Guaycura. 

El asqueroso sudor comenzaba a quemarme el cuello y mis cansados pasos apenas me tenían a la altura del parque que ahí se avista, entre ese seco aire que los vientos de Santana aferran a la piel y a los ojos. 

Me urgía llegar a mi casa, no tanto para ver lo que habían escrito en El Mexicano, Frontera, o AFN, en aquellos tiempos las páginas que por inercia más se visitaban. 

Quería meterme a Narcotijuana, la que, por esas fechas, era posiblemente el Facebook de los sicarios, y donde en los comentarios, bajo el anonimato del teclado, muchos de ellos anunciaban algunos de sus crímenes.  

“No saben quiénes son los que suben la información porque el IP lo tienen en Suecia”.... “Son batos de la maña los que la manejan”, eran parte de los rumores sobre el portal. 

Llegué, aventé la mochila y me senté frente al improvisado escritorio que tenía en mi cuarto, mientras la adrenalina la traía a tope. 

Teclee, teclee. No había nada. No pasó nada. 

A poco menos de diez años de esa llamada que había sido una falsa alarma y que interrumpió una clase, Leyzaola ya ha sido candidato a la presidencia de Tijuana en dos ocasiones, NarcoTijuana ya no existe, y yo ya no vivo en el Guaycura.